viernes, 17 de junio de 2011

María Esther de Miguel


Nació en Larroque, Entre Ríos. Se ha desempeñado en la docencia y en el periodismo. Obtuvo: el Premio Emecé de novela, 1961 por "La hora undécima"; Premio Fondo Nacional de la Artes y Municipal, 1965 por "Los que comimos a Solís", Primer Premio Municipal y Premio de Cultura de la Provincia de Entre Ríos, 1980 por "Espejos y Daguerrotipos", Premio Feria del Libro, 1994, Premio Silvina Bullrich, 1995, Premio Nacional de Literatura, 1997 por "La amante del Restaurador", y Premio Planeta 1996 por "El general, el pintor y la dama", así como Palma de Plata del Pen Club, el Konex de Platino para cuento y el Premio Dupuytrén. Ha sido directora del fondo Nacional de las Artes. Entre sus obras, se pueden nombrar, además de las anteriormente citadas: "Pueblamérica" (1973). novela, "Jaque a Paysandú" (1983). novela, "Dos para arriba, uno para abajo" (1986). cuentos; "Las batallas secretas de Belgrano" (1995). novela, "En el otro lado del tablero" (1997), cuentos.






Breve historia casi real


Se llamaba Sacramento Álvarez. Era alto y flaco, y de puro encorvado parecía un garabato. Era, además, el cuidador del cementerio en ese pueblo de mala muerte donde hasta la muerte podía ser una novedad. Aquel día, Sacramento Álvarez quedó agotado: había muerto Luisa Rossi, la rubia enfermera de la clínica, y acontecimientos como ése, claro está, incidían en su labor.

El tuvo ocasión de escuchar las dispersas voces que propagaron la noticia: una intoxicación, parece que diagnosticaron los médicos; exceso de barbitúricos, repitieron vecinos menos piadosos, aunque algunos agregaron: un descuido, quizá. Pero el rumor unánime y subterráneo musitó: suicidio. A Sacramento Álvarez sólo le quedó la pena de saber que ya no vería más a esa muchachita frágil que todos los domingos, apenas asomaba el alba, se acercaba hasta el cementerio para perderse entre sus minúsculos senderos, un ramo de rosas en las manos y una mirada triste en los ojos claros rumbeando, precisamente, para el lado ese al que la habían llevado por la mañana, un lugar cercano a la venerable bóveda de los Fernández Duval.

Vaya pues con la coincidencia, pensó ese día y al siguiente, cuando regresó para retirar las flores que, marchito su esplendor de un día, proclamaban la fugaz persistencia de lo efímero. Porque, miren que en su momento el pueblo habló y habló de esos dos: de la enfermera rubia y del doctorcito aquel, recuerda Sacramento Álvarez. Y si no insistieron más en la cosa, fue por el alto cargo del hombre, por la prudencia de su propia mujer, y por ese accidente en el que ambos murieron unos meses atrás, poniendo así fin al vértigo de conjeturas.

"Aquí reposan los restos del doctor Elbio Fernández Duval, médico ejemplar, y los de su mujer, María Teresa, esposa abnegada", decía la leyenda al pie de las dos estatuas que la solidaridad de la gente levantó en el lugar. Por pura costumbre, Sacramento Álvarez volvió a leer la inscripción ese día; pero algo insólito llamó su atención primero, solicitó su asombro luego y concluyó alarmándolo: desde la vecina tumba de Luisa Rossi, un leve trazo de pisadas nacía, se prolongaba y concluía justo frente a la estatua del doctor Fernández. Ajá, musitó, ya casi repuesto, como haciéndose cargo de la cosa, más intrigado que sorprendido ante los dobles y entremezclados rastros que desde la grava, el pasto húmedo y la callejuela polvorienta, parecían deshacer, con agresivo desparpajo, la intimidad de un secreto.

Ni por un momento Sacramento Álvarez pensó que la influencia del tinto, al cual era adicto, lo volvía propenso a divagar; tampoco se imaginó víctima de alguna fantasía: simplemente se supo depositario de un secreto y se quedó callado, sin decir ni mu ese día ni los días siguientes. De algún modo, su silencio fue el homenaje o la colaboración que pudo brindar a los enamorados urgidos a concluir con tres vidas para poder entenderse sin mañosos estorbos. Y hasta compadeció a la otra, a la mujer de Fernández, de rostro inmutable, en vida, como las ondulaciones de su traje de mármol entonces.

Durante algunos meses las cosas siguieron tranquilas, dentro de su sigilosa ambigüedad, hasta que se aproximó el primer aniversario de los Fernández Duval.

Conocedor de las circunstancias lugareñas, Sacramento Álvarez supo que para esa fecha la gente sacudiría sus hábitos letárgicos y se volcaría con flores, placas y discursos en el cementerio. La tarea de él consistiría, entendió, en extremar cuidados a fin de que la vieja grieta por la que tantas habladurías se habían colado, no volviera a abrirse: así lo exigía el eterno reposo de sus muertos, dictaminó.

Limpió una tumba y la otra, repasó baldosas, mármoles y césped una vez y otra vez y, en el anochecer de esa víspera, hasta marchó de una sepultura a otra –de una sombra a la otra, habría que decir para ser más exactos–, murmurando quién sabe qué; aconsejando prudencia, pienso yo.

No obstante, a la mañana siguiente, como sabiendo de antemano que mal pueden dos enamorados acatar los consejos de un viejo, apenitas el sol apuntó en la satura con que cielo y trigo cercaban al pueblo por el lado del horizonte, Sacramento Álvarez cargó con sus elementos de limpieza y marchó hacia el rincón de sus desvelos, adelantándose al más madrugador de los pobladores. No sería por él, no, que el secreto se propagaría a los cuatro vientos, comunicando el extraño intercambio sentimental que noche a noche allí se cumplía.

Pero, al llegar al lugar, Sacramento Álvarez sonrió enternecido, casi con agradecimiento, podría decirse, a esos dos enamorados que, pese a sus conjeturas maliciosas, se habían abstenido del encuentro o, por lo menos, evitaron dejar rastros que alertaran a la gente del pueblo. Ante el sendero impecable, apenitas salpicado con alguna gota de rocío, supo que estaban de más sus cuidados. Y ya se volvía a su casa a fin de ponerse el traje reservado para ocasiones como ésa, en que debía presentarse con toda su dignidad, cuando descubrió algo que esta vez sí lo enterneció de veras: las manos de María Teresa Fernández, encogidas sobre su falda de mármol, estaban sucias de tierra, salpicadas de grava y, en sus rodillas, restos de césped atestiguaban el largo trajinar de quien se había adelantado a los propios afanes de él, de Sacramento Álvarez.







- ¿Por qué las manos de María Teresa se encuentran sucias sobre su falda de mármol? ¿Qué secreto debe ocultar?

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