lunes, 6 de junio de 2011

María esther de Miguel. Cuentos.

ANTOLOGÍA


MARÍA ESTHER DE MIGUEL

EL BIYI-BIYI



LLEGAMOS JUNTOS Biyi-Biyi y yo. Yo llegue al amanecer, cuando las primeras luces del día progresaban en el pueblo y se extendían por las calles polvorientas y las casas chatas, de ásperas paredes sin revoque y techo de brillante cinc o de alisada paja. El llegó de tarde, con el día que se iba, cuando el sol, volcado sobre la sutura de un horizonte de trigo y lino, se demoraba en las últimas casas, en los lejanos árboles, en aquel ombú grande y viejo que custodiaba la incierta entrada al pueblo.
Pero llegamos el mismo día. Y el mismo día, también, a los dos nos fue dado un nombre. Nos lo dio mi padre.
Bichito, dijo ante mi cuna sin pensar en la perduración que le cabría al nombre tan ligeramente improvisado que iba a oscilar, desde entonces, entre extrañas gradaciones: y así será bichito de luz –cuando yo me portaba bien- o bicho colorado –cuando las cosas andaban mal-, según el fluctuante código que regía la vida familiar de mi casa.
Con el, supongo, fue distinto. Mi padre le habrá preguntado: “¿Cómo te llamás, che?”; y el habrá seguido allí, alto y negro, con el pelo enmarañado sobre la cabeza grande, y los ojos brillantes, renegridos, iluminando su cara cetrina, sin moverse, sin decir nada al principio para después, ante la insistencia de mi padre que le habrá preguntado de nuevo “y che, cual es tu nombre, contestá”, comenzar a mover las manos primero, los brazos después y junto con las manos y los brazos que girarían, supongo, como las aspas desorbitadas de un molinete, los labios se abrirían y cerrarían, ligeros, jadeantes, multiplicando sus movimientos, acelerando su ritmo, explicando, excusando, pidiendo, solicitando, con palabras que solo llegarían hasta donde estaría mi padre y los obreros que lo acompañaban y hasta el silencio del patio, que a esas horas se estaría poblando de sombras, convertido en el confuso murmullo de un río contenido o en el rumor elegible de un animal acorralado, o en el apretado fragor de mil tormentas.
-Biyi-Biyi-Biyibiyibiyi…
Y entonces mi padre, que tampoco esa mañana habría entendido que era yo con mis ojos cerrados, con mis labios incapaces, con mi vida sin vida, se habrá inclinado nuevamente esta vez ante el misterio de ese muchacho que extremaba su confusión en mitad del patio teñido de gris. Y le habrá dicho: “Esta bien, quedate”; y tal vez habrá vacilado antes de agregar, “Biyi-Biyi…”
Y Biyi-Biyi, con sus grandes ojos negros, habrá dicho que si.
Mi infancia creció entre precarias convicciones y confusos e inagotables horizontes. Y paralelos a esos días, que acogían febrilmente el hechizo de lo desconocido, fueron también los enigmáticos días de Biyi-Biyi. Porque la vida de Biyi-Biyi, salvo para mi, permanecía enlazada al misterio. Nadie sabía de donde había llegado. Tampoco en que lugar recogía el resto de sus horas. Pero todos sabían, eso si, que al caer la tarde, cuando el sol estiraba sus rayos para seguir tocando el pueblo lo verían llegar, alto y desgreñado, con su ropa indefectiblemente sucia –si era limpia por recién regalada o por nueva, el mismo se encargaba, en una suerte de coquetería al revés o de pulcritud inversa, de pasarle un trapo empapado de aceite que la llenaba de arbitrarios bosquejos-; y en seguida de llegar, se lo vería poner en marcha los grandes motores de la “usina”, y luego limpiar los galpones, y después instalarse en un rincón del patio. Desde ese momento su tarea consistiría, simplemente, en controlar las aceiteras de las máquinas y la gran puerta que comunicaba con ellas.
Yo esperaba ese momento para acercarme a Biyi-Biyi. Ahora pienso, que en verdad, recién entonces comenzaba mi día. Porque hasta esos instantes yo no vivía; simplemente esperaba. Cuando lo veía arrastrar la vieja silla de paja y quedarse en un rincón del patio de tierra apisonada que desbordaba a la calle por entre los gruesos barrotes de la verja, desde la vereda donde a esas horas la impaciencia de mi madre y la paciencia de la “muchacha” me refugiaban, yo arrojaba un incontrolable “me voy con Biyi-Biyi” y enfrentaba con lúcida energía los inútiles esfuerzos que hacían para detenerme. Claro que, en verdad, también ella -la muchacha- aguardaba ese momento; en aquella pequeña jauría de chiquillos la ausencia de uno era siempre apetecida como una pequeña liberación. Además, estaba el tácito permiso de “la señora”. Por supuesto que no siempre había sido así. Al principio mamá había protestado.
-¿Querés decirme que haces con Biyi-Biyi? –me había preguntado; o tal vez me dijo simplemente, con el “Biyi”, como le decía cuando estaba enojada o apurada, porque, debo advertirlo, el apuro y el enojo no tenían en ella claros límites- ¿querés decirme porque te gusta más estar con el que jugando con los chicos?
-Porque me cuenta cosas…
La minuciosa incredulidad estampada en la cara de mi madre casi detuvo mis explicaciones. ¿Cómo decirle que Biyi-Biyi me enseñaba la historia de los árboles, y las aventuras de las hormigas, y los enigmas de los pájaros…? Pero tenía que convencerla. Fatigué mi mente buscando la frase oportuna, el razonamiento exacto, el argumento convincente –“Biyi-Biyi me enseña…” “Biyi-Biyi me dice…” “Biyi-Biyi me cuenta…”-, hasta que de pronto llegaron las palabras de mamá para acabar definitivamente con todo invento de explicación.
-Mirá que estás mentirosa…
Esa noche, desde el refugio de mi cama, donde el temor y la pena me tenían desvelada, yo escuché:
-No se que hace con esta chica. Todas las tardes se la pesa conversando con Biyi-Biyi.
-¿Conversando? –la voz de mi padre me llegaba cargada de incredulidad. Y entonces mi madre:
Sí, al menos eso dice ella. Aunque mirá, los he estado observando y, aunque te parezca mentira, lo que hace es conversar. ¿Qué te parece?
Descalza, desde la puerta del umbral donde el desasosiego me había trasladado oí, temblando, la respuesta:
-Déjala… La chica es un poco imaginativa y el Biyi-Biyi un pobre desgraciado. Peor sería que anduviera por la calle…
No quise escuchar más. Pero el hueco de mis sueños estuvo lleno de luces.
Y entonces, ya sin temor, yo me di a descubrir el mundo con Biyi-Biyi. Porque, en definitiva, lo que hacíamos era descubrir el escondido secreto de aquello que nos rodeaba.
-Biyi-Biyi, ¿Qué son las estrellas?
Y la voz de Biyi-Biyi se levantaba para explicar lo inexplicable. Sus renegridos ojos gitanos se dirigían al cielo, y las manos oscuras, delgadas y nerviosas, comenzaban a moverse con ademanes precisos, primero, con ritmo incontrolable después, y un murmullo, suave al comienzo, exaltado luego, me acercaba al misterio de las estrellas en los rayos de luz y en los puntitos de fuego que yo sentía encenderse dentro de mi misma a semejanza de aquellos otros que veíamos multiplicarse sobre nuestras cabezas desde el patio que la noche había ennegrecido.
Y después, cuando la voz de Biyi-Biyi se detenía y el dejaba caer la cabeza agotada, y las manos quedaban como derribadas sobre su pantalón impecablemente sano y prolijamente sucio, yo también permanecía en silencio, atenta al eco de las palabras que me habían sido dichas para que penetrara en los confusos enigmas que me rodeaban. Porque, esto debo advertirlo, Biyi-Biyi no destruía el misterio: me introducía en el.
La chimenea de la usina prolongaba un cordón de humo hasta alcanzar el cielo, y el patio se hacía más hondo en el acentuado silencio de la hora, y desde la calle, más allá de la reja de hierro, nos llegaba el olor de los paraísos y alguna voz intrusa.
-Vení, che, no seas pavota…
-Dale, María Esther, vení a jugar con esto que esta regio…
Pero yo me refugiaba en mi laberinto de palabras y colores, allí donde encontraba excitantes respuestas de mis imprecisos desconciertos, los mismos que en mi casa no hallaban acogida.
-¿Qué es esta rosa, mamita?
-Esta rosa es la flor de ese rosal…
(Pero yo estaba viendo en el fondo de la corola oscura la sonrisa de un ángel…)
-Y el mar, mamá ¿que es?
-Es como un cubo grande, lleno de agua; y en el fondo tiene… (Pero para mi el mar era sin fondo, como un cielo al revés, con olas y olas que se multiplicaban; y tampoco tenía fronteras…)
-¿Y Dios, mamita?
-Dios es el creador de todos, que premia a los buenos y castiga a los malos –y la mano de mi madre me mostraba en una vieja Biblia, llenas de estampas más viejas todavía, un anciano venerable que me miraba insípidamente desde unas precarias nubes de algodón.
(Pero a mi los viejos no me gustaban, y menos los viejos con barba, porque solo conocía uno, que era el mendigo del pueblo, y estaba siempre sucio y borracho, y con mal olor, y además se llamaba “el hombre de la bolsa”. Y Dios era para mí ese misterio que me detenía en el umbral de las noches, palpitante bajo las luces del cielo y el ruido de mi propio corazón).
Si; ahora recuerdo que por eso deje de preguntar a mi madre –por otra parte ella estaba siempre tan ocupada, tan impaciente con sus “¿querés acabar con tus porque, criatura? ¿O crees que lo único que tengo que hacer es contestarte a vos?”-; a mi hermana mayor, tan sabihonda siempre, tan mandándose la parte, y que sin embargo jamás acertó a explicarme las cosas como Biyi-Biyi; y a la misma tía Laura, tan buena la pobre, pero que tampoco sabía mucho. Ahora comprendo como, absuelta de esa suerte de autojustificación, me olvide de todos ellos para refugiarme en mis cosas… (Ahora se también lo otro: ellos me querían dar el esquema del mundo, las leyes del misterio; y yo solo quería entregarme a el…
En minuciosas y repetidas tardes yo descubrí el mundo con Biyi-Biyi. O tal vez –ahora lo pienso- simplemente lo inventamos de nuevo. Supe del enigma de los árboles que se sostiene de pie frente a las conjuraciones de los vientos, y del olor inagotable de los jazmines de la primavera, y del sortilegio de las manzanas y las uvas que en verano son iluminadas desde adentro. Vi que el mundo era inmenso e inasible, pero también tierno y cercano. Pude medirlo con mis manos. Más aún, pude sostenerlo en ellas.
Pero un día llegó lo inesperado. Fue después de una amenaza, también inesperada –“este año tendrás que ir a la escuela”-, que irrumpió de golpe en mi mundo de inagotables invenciones, para canjearme la libertad con que Biyi-Biyi y yo construíamos el universo, por un arbitrario guardapolvo blanco y un problemático cuaderno en el que tendría que inventar rayas y palotes.
Esta amenaza fue como premonitoria de la otra, aunque, en cierto modo, aquella ya me había sido anunciada en la alucinación de un diálogo apenas escuchado.
-El muchacho esta cada vez más raro –era mi padre explicándole a mamá y a un empleado.
-Casi no come.
-Yo creo que es peligroso que siga en la “usina”. ¿Saben que lo encontré dormido apoyado sobre el volante del Crossley?
-Un día de estos lo agarra la correa y esta listo…
-Para mí que esta loco.
-Para mí también.
Ese día mi inquietud fraguó terrores y presagios. Al caer la tarde yo le pregunté a Biyi-Biyi que era un hombre loco. Por primera vez creo que no entendí mucho sus palabras. Recuerdo, si, que se extendió en vagas consideraciones sobre el hombre que cansado de que las cosas no fueron como los hombres decían que eran, las inventaba de otro modo, como el quería que fuesen… En el reitero razonamiento que mi mente no alcanzaba, yo, empero, recuperé la calma. Porque pensé que si ser loco era parecerse a Biyi-Biyi, que sabía tantas cosas, y tenían unos ojos que espejaba la vida, y unas manos que parecían inventariar el mundo, yo prefería ser loco, y no como mamá, que era, si, tan buena la pobre, pero que siempre estaba tan ocupada con la casa y la comida y el tejido y las visitas, y siempre con los ojos claros oscuros de impaciencia; o como papá, constantemente hablando de negocios, y de los triste que era vivir, y de lo difícil que se hace seguir adelante…
Porque esas cosas nunca las decía Biyi-Biyi, y nunca tenía apuro, y siempre sus ojos oscuros estaban claros de luces.
En la serenidad insólitamente recuperada esa tarde, sin saberlo, yo me despedí de Biyi-Biyi. Porque esa noche llegó lo inesperado. Desde la cama sentí abrirse la puerta que comunicaba con la “usina”, y que en muy raras ocasiones era utilizada; y después del estruendo de los motores que irrumpió en el silencio de la casa dormida, sentí acercarse a mi padre, y luego lo ví cruzar rápido el vestíbulo, con su cara blanca de susto y manga de la camisa destrozada; y sentí el grito de mi madre: “Dios mío, ¿Qué ha pasado?”, y la respuesta encontrada de papá, con una voz de niño, “lo que temíamos, lo alcanzó una correa. No pudimos hacer nada…” y después volví a ver su figura, con la cara pálida y la camisa deshecha, y la de mamá, con su tapado azul sobre el camisón blanco, cruzando otra vez y desapareciendo en seguida entre el ruido de las máquinas que volvió a escucharse y apagarse. Entonces me levanté yo, despacito, como cumpliendo un rito ineludible, y caminé por el interminable vestíbulo helado, y abrí la puerta que teníamos prohibido abrir, y vi el humo, y la gente, y en el uniforme chillón de varios policías, y la cara gorda de don Ramón, el almacenero de la esquina, y la figura alta y desgarbada de doña Luisa, la modista que vivía al lado; y me introduje en el humo y en las sombras que llenaban el galpón de las máquinas; y empujé y me oculté en las difusas siluetas que se movían como espectros hablando y explicando y lamentándose, hasta llegar donde yo sabía que tenía que llegar. Y entonces lo ví.
Estaba en el suelo, con el traje deshecho y la cabeza ladeada. Desde la oreja bajaba hacia la ropa oscura de petróleo un brillante hilo de sangre. Pero la sangre no me impresionó. Algo distinto estremeció y heló mi propia sangre: Biyi-Biyi estaba tan callado. Sus labios se apretaban inmóviles, sin moverse, sin agitarse. Y sus manos permanecían quietas, abandonadas como una cosa inservible sobre el mosaico sucio de la “usina”.
Supe que allí ya no estaba Biyi-Biyi. Y entonces, me fui, sonámbula, entredormida, por primera vez derrotada. Antes de llegar a la puerta alcancé a oír:
-Bueno, tal vez haya sido mejor. Que podía esperar de la vida al fin de cuentas… Un pobre mudo…
Hoy ya no existen ni mi casa ni la “usina”, ni mi padre, ni mi madre. El pueblo resulta irreconocible bajo sus casas altas y sus calles de asfalto. Por mi parte, hace ya mucho tiempo he aceptado que todo esta irremisiblemente perdido.
Sin embargo, y aunque parezca paradójico, cada vez mi soledad se llena más con el recuerdo de Biyi-Biyi. Tanto, que he llegado a preguntarme si, a medida que envejezco, no lo voy recuperando poco a poco. Más aún: a veces creo tener la certeza de que en realidad yo, simplemente, estoy esperando a Biyi-Biyi: como antes. Y que el llegará otra vez. Al caer la tarde…










-¿Qué tipo de narrador presenta este cuento?
-¿Qué procedimientos temporales se han utilizado en el relato?
-¿Por qué la narradora prefiere conocer el mundo a través de los ojos de Biyi-Biyi?
-¿Qué edad aproximadamente tiene la narradora?
-¿Qué le impacta al ver la imagen de su amigo muerto?







ANTOLOGÍA


MARÍA ESTHER DE MIGUEL

EL CASTILLO Y EL LOBIZóN



I

-¿QUE COMO YO, que soy recién llegado al pueblo, se esto que desconocen todos, aún aquellos que hace una buena hilera de años están por el pago?
Lo se porque me lo contó uno de los palitos, el menor. Me lo contó los otros días, delante de unas copas de caña, a esa hora desteñida del atardecer en que todo se vuelve grisáceo. No se si porque el pobre tenía más alcohol de la cuenta en el gollete, o porque debía desahogarse con alguien y nadie mejor que uno como yo, forastero ave de paso, o simplemente, porque quería repartir con cualquiera la responsabilidad de lo que sabía, el caso es que me lo tuve allí, durante horas, diciéndome con una voz que apenitas se oía, la historia esta, la historia del castillo. O del lobizón, si ustedes prefieren, que es lo mismo.
Yo cuando llegué no sabía nada. Mejor dicho, un comedido, al enterarse del viaje, me había anticipado: “ojo con ese pueblo, amigo; mire que tiene un castillo embrujado con un lobizón adentro y todo”. Y nada más. Pero, ahora que se aún aquello que el pago ignora, estoy peor que antes, porque no se que hacer. Al principio pensé en contárselo al comisario; al fin de cuentas, aunque no soy muy creyente, eso de que dos muertos estén desde hace años sin conocer el sosiego del camposanto, no me hace mucha gracia. Después me dije que no era justo quitarle al pueblo ese misterio que lo prestigia, que le da personalidad, digamos. Después me convencí a mi mismo: “No te metas, hermano; haceme caso, no te metas…” Y por esto, por el otro y por lo de más allá, escuché al palito y después de mucho cavilar, me callé la boca.
Dentro de un rato me iré. Para llegar a Gualeguaychú, por el consorcio, pasaré frente al castillo. Tal vez, del otro lado del alambrado, del lado donde siempre caen las sombras, vea al lobizón, convertido en mujer, como dicen esta en estos últimos tiempos, paseando entre la tupida maraña. Lo miraré por última vez, como miraré el pueblo, maniatado por la superstición, o el miedo, o vaya a saber que. Ahora, tal vez, por este silencio mío que guardo nada más que porque si nomás.


II

Claro que el castillo de este pueblo, es un castillo muy singular, sin torres, ni almenas, ni foso, ni puente levadizo. Es, digamos, lugareño: “a la entrerriana”. Lo forma un rectángulo uniforme, compacto y sólido, emplazado en medio de un monte agreste de árboles que apenas dejan filtrar el aire; en una de sus esquinas tiene una habitación de piso alto, ladeada por los vientos y los años, y que remata en un desusado balcón de piedra.
Pero, a pesar de esas singularidades, no se podría decir que la casa esta sea exclusivamente distinta a las otras del pueblo, todas chatas y más pequeñas, ya que, como allí sobra el espacio, paradójicamente nunca hubo necesidad de hacerlas grandes: total, la gente se pasa la mayor parte de su vida afuera, en patios, veredas o campo abierto.
Sin embargo, casi enseguida de haber sido levantada, vaya a saber si por la humedad, o por los extraños rumores que empezaron a correr desde su mismo nacimiento, o por que cosa, poco a poco esta casa comenzó a diferenciarse de las demás, aunque nadie supiera señalar en que o donde residía esa suerte de discrepancia arquitectónica: que rasgos se acentuaron, que elementos nuevos vinieron a integrarse para hacerla así, otra cosa: un castillo.
Tal vez, simplemente, fue esa especie de vejez que la empezó a cubrir casi de entrada, como si para ella el tiempo corriera más rápido o, retrospectivamente, hubiera sido adelantada la fecha de su construcción, hasta tal punto que un día la casa esta, con la misma edad que las primeras del pueblo, pareció centenaria. Ya entonces para la gente, era el “castillo”; o mejor, “el castillo del lobizón”.
Porque el sueño de la casa era Luigi Concetto, el hijo de uno de los iniciales pobladores de la zona, don Carlo Concetto. Por ser garibaldino, el italiano este no trabajó en la construcción de la capilla en que fervorosamente se habían empeñado los inmigrantes recién llegados, sino que se dedicó a levantar el boliche que pusieron enfrente. Y aunque este dato pareciera no tener mayor importancia, en verdad resulta un valioso antecedente, porque, para muchos, aquella lejana actitud paterna “liberal y carbonaria”, tuvo sus consecuencias en los hechos que acontecieron después.
Luigi Concetto era el hijo, entonces, de aquel italiano patriarcal; pero era el hijo séptimo, y los seis que le precedían eran todos varones.
Tal vez este dato, para alguno alejado de la zona, no tenga mayores resonancias, pero para quién este iniciado en el mágico mundo de las cábalas lugareñas, resulta un signo nefasto. Porque el último de siete hermanos varones, siempre, inevitablemente, sale lobizón.
Y así resultó: Luigi Concetto –el Luigi-, según los inmemoriales antecedentes y la más pura tradición, fue lobizón. Aparentemente, claro esta –como auténtico lobizón que era-, llevaba una vida normal. Como los seis hermanos que lo precedían, como el padre que daba el ejemplo, el Luigi limpió los campos, volteando los viejos árboles que se venían abajo entre protestas, como hacen los viejos; y en la tierra liberada abrió surcos y después recogió el grano que la tierra le devolvía, y más adelante volcó sobre los campos manadas de ovejas y tropillas de animales.
También como sus hermanos, el Luigi jugó su partida de truco los domingos, en el boliche, y arriesgó su suerte en una vuelta de taba, y los sábados por la noche se apretó a alguna morocha del pago en los bailes de “Mamá teneme el nene” (que se llamaban así porque las muchachas, antes de seguir a sus fortuitos compañeros de milonga o ranchera, decían precisamente eso: “mamá teneme el nene”).
Pero aún haciendo aquello que hacían todos –sus hermanos y la otra muchachada del pueblo-, aún así el Luigi era ante los ojos de la gente, distinto, como si sobre el, ineludiblemente, pesaran fuerzas oscuras que impidieran su total identificación con ese medio de hombres primitivos y fuertes. Y vaya a saber si fue precisamente por eso, o simplemente porque ya desde antes de nacer, en verdad, extrañas conjuraciones se dieron en su sangre, lo cierto es que el Luigi, poco a poco fue como desprendiéndose de los otros, como haciéndose menos semejante a los demás; más personal, se podría decir, si la gente del pueblo no se hubiera adelantado hace años para señalar el rasgo: más lobizón.
Tal vez todo –la extraña ceremonia del apartamiento-, comenzó con su vieja manía de hurgar en la tierra; o tal vez eso constituyera un signo. Primero fue en el viejo cementerio querandí de Talitas, donde, según la tradición, se amontonaban juntos a los huesos legendarios de los primitivos habitantes del lugar, cacharros y elementos de aquella raza extinguida; después la búsqueda azarosa e inútil de tesoros ocultos, que los viejos entendidos del pago ubicaban en zonas determinadas y precisas, pero en vagos lugares, y que el Luigi, con su sombrero aludo y sus pantalones arremangados a media pierna, y la pala sobre el hombro, recorría, exploraba, indagaba, pulsaba, bajo el sol febril del verano, cuando la gente caía volteada a la sombra de los paraísos, o en los días de invierno en que el paisaje parecía diluirse bajo una mampara de llovizna o resquebrajarse ante el empuje del pampero que golpeaba con furia, señor de vidas y haciendas, feudal caballero criollo.
La gente, que con el tiempo se habituó a las extrañas costumbres –tal vez habría que decir ceremonias-, a que se entregaba el Luigi, y las miraba ya sin temor ni curiosidad, sencillamente como quien corrobora un hecho ya reconocido, nunca dejó de imaginar, entonces si que con curiosidad y temor, las otras cosas, las que se realizarían los viernes a la luz de la luna, o al reparo del cementerio, al filo de la medianoche, o en lo más intrincado del campo –al borde de la laguna, o en el monte de sauces-, y que solo algunos escogidos pudieron atisbar, mientras todos debían, simplemente, conformarse con los remotos vestigios que les llegaban como signos de algo más complejo y terrible: el aullido desolador, algunas noches, desplazándose por el aire sereno, el fogonazo de luces inciertas en la recelosa oscuridad, bultos extraños moviéndose en las sombras, y ante las cuales las mujeres se persignaban, los hombres intentaban el gesto inútil de la mano en la cartuchera, y los niños, más auténticos en su inocente sinceridad, rompían a llorar, desconsolados.
Un día el Luigi se enteró, por un extraño azar, de la historia del monte situado en la cuchilla. La historia era muy vieja, y el se la escuchó por primera vez, en un boliche del Paso de las Piedras, a cierto arriero que venía de Corrientes trayendo un ganado flaco, y lleno de garrapatas, como todos los que de allí aparecían, que sería curado y engordado en los fértiles campos del lugar, para luego seguir hasta los frigoríficos porteños y cumplir esa trayectoria –aún vigente-, que va dejando a lo largo de dos provincias el tendal de penurias y esfuerzos y recoge al llegar los dineros que pararán en las manos de quienes viven del campo sin que les importe nada de el.
El arriero, porque era buen relator, o porque en la espera había tomado más caña de la cuenta o, simplemente, porque en la mirada de el Luigi, atenta y febril, encontró una incitación singular, el caso es que se explayó puntualizando detalles, pronosticando posibilidades, y hasta arriesgó el croquis acerca del lugar en que estaría ese fabuloso tesoro escondido en lo más intrincado del monte, que había pertenecido a quien llamaban todos, por su reconocida profesión, el contrabandista, pero sería de quien diera con el, porque el contrabandista hacía ya más de cincuenta años había caído bajo las manos de dos matreros que precisamente por eso, por el tesoro que se sabía estaba y nunca fue encontrado, lo esperaron un día a la llegada del rancho y lo dejaron después, cocido a puñaladas, al borde de la cuneta donde lo vieron los primeros madrugadores que pasaron por el lugar, y los curiosos que fueron llegando luego, y los delegados de la penitenciaria más tarde, mientras que nadie vio nunca ese tesoro que se sabía estaba aunque se ignoraba donde.
Cuando el Luigi oyó esto, compró aquel rincón, con sus árboles apretados por viejos y salvajes, y los miserables restos del sucucho que había sido del contrabandista, y comenzó allí a levantar la casa que, abrumada por la humedad, maltratada por los años o vaya a saber por que, concluyó vieja y centenaria antes de tiempo.
Para esa época el Luigi ya estaba libre de ataduras, como disponible, digamos para entregarse al extraño designio que los astros le habían señalado. El padre ya había muerto. Lo encontraron un día caído sobre la tierra que había sido como la prolongación de el mismo, con el rostro mirando sin ver, bien arriba, la abrumadora claridad de la luna llena. Los hermanos, uno a uno, tomaron rumbos distintos; algunos hacia el norte, a continuar entre yerbatales la conquista iniciada entre espigas; otro, cansado de las duras jornadas, a Buenos Aires; los demás, quien hacia un lado, quien hacia otro fueron alejándose de ese rincón donde el tesón y la esperanza de un hombre los había emplazado y enseñado a se hombres.
Cuando el Luigi quedó solo, por un momento se sintió deslumbrado por la grandeza de esa libertad que entonces le era entregada. El ya vivía como distraído del mundo que lo rodeaba, pero entonces, desanudado de esa gravitación familiar que, de algún modo, lo ataba a los hombres, se replegó más aún sobre si mismo y redujo su universo al pedazo de monte que había heredado, con animales y todo, junto a la costa del Gualeguay, y al castillo amarrado a ese otro monte que había sido un día del contrabandista y que entonces ya era de el.
Se quedó allá como quien decide una cosa definitiva, como se habían quedado los otros, los primeros italianos y los hijos de ellos en ese pueblo de mala muerte; solamente que ellos –los otros- ni siquiera sabían lo que estaban esperando, y el Luigi sí.
Sin prisa, como diciéndose “no hay apuro”, se entregó a su viejo afán, renovando entonces en la búsqueda del tesoro que era patrimonio suyo aunque no pudiera gozar de el más que de una confusa y apretada esperanza.
Y fue como si el castillo se lo hubiera tragado. En consecuentes días, en noches simétricas e implacables, vapuleó la tierra, desbastó con su pala lo más intrincado del monte, maceró las raíces de los árboles. Afuera, entretanto se intensificaban los rumores, crecían las anécdotas alimentadas por los frágiles vestigios que recogía la gente; al hombre se lo veía hosco, huraño, con la rubia barba crecida, y los ojos ajenos, como de alucinado; en el castillo, por las noches, se advertía una extraña figura vagando bajo la techumbre de las sombras, o se atisbaban luces desconocidas desplazándose en la oscuridad, colándose por los intersticios del ramaje tupido.
El Luigi, así, los dominaba perfectamente: porque no acababan de entenderlo, lo admiraban y temían. Todos, de algún modo, añoran lo mágico, tienen nostalgia del misterio; algunos se asoman a el. El Luigi lo habitaba: ahí afincaba su prestigio.
Para ese tiempo, la gente ya evitaba el acercarse, o simplemente cruzar frente al castillo. Cuando el gobierno dispuso la construcción del consorcio que uniría al pueblo con Gualeguaychú, se levantaron protestas, se reunieron firmas, se alegaron razones, porque esa gente –gobierno, vialidad, políticos-, habían trazado el camino pasando, precisamente, frente al castillo.
Los de arriba, que entendían sobre finanzas, manejos políticos, intereses económicos, pero nada sabían de lobizones, no aceptaron los arduos y efusivos razonamientos de los pobladores; en cambio pareció entenderlas el mismo Luigi, porque desde entonces, la parte del castillo que daba sobre el consorcio fue como borrándose en la pródiga vegetación que lo rodeaba, cada vez más tupida.
Paralelos crecieron, así, los esfuerzos y móviles del hombre, desconocidos por todos, y el arduo laberinto de conjeturas y miedo que la gente elaboraba a partir de los signos o datos inciertos que le transmitían quienes por azar o valentía habían podido acercarse al misterio, y que un día no fueron tan inciertos porque los trajo un muchacho, Abel, el más inteligente del pueblo, que hasta estudiaba en la Normal de Gualeguay y solo iba al pueblo en vacaciones. Y había sido precisamente en época de vacaciones cuando el muchacho este, junto con algunos otros de esa camada del pueblo que ya no eran niños y todavía no llegaban a hombres –aunque hubieran cumplido su escapada hasta la casagrande- hicieron una apuesta, disparatada según las mujeres –“que temeridad, estos muchachos; con los lobizones y las almas benditas no hay que jugar, como con el fuego…”- pero que para ellos era heroica y arriesgada y, aunque no lo dijeron, si lo pensaron: era la hazaña necesaria para reparar los rutinarios días a que los obligaba la monotonía del lugar, o para cobrarse los repetidos sustos que en la infancia no lejana les había dado precisamente el, el Luigi, y que ellos recordaban junto al sabor áspero del aceito de recino mezclado al jugo de naranjas, o la sopa que solo aceptaban cuando les repetía la madre: “Tomá esto en seguida que si no va a venir el lobizón a llevarte…”
La apuesta era sencilla pero tenía la balbuciente grandeza de lo arriesgado, porque, acercarse al castillo en la medianoche de un día viernes para acechar los pasos del Luigi, era tarea que solo podía afrontar quien despreciara la propia vida por corajudo y hombre. Y como de tal se las daba el muchachito este, la medianoche de ese viernes lo encontró agazapado entre los matorrales, con la mano pronta sobre el pequeño cuchillo sustraído al padre y los oídos alertas al eco que llegaba desde el campo y se aplastaba sobre los viejos muros del castillo, como al poco rato se aplastaron los compases nítidos de un golpear discontinuo que venía rodando desde el centro del monte, y que el Abel oyó con la sangre casi congelada en las venas, y que después dejó de oír, no porque los golpes cesaran, sino porque todos sus sentidos quedaron primero fascinados y después detenidos por el horror frente a la figura que descubrió y miró y volvió a mirar y después no pudo mirar más porque, como si su aguante hubiera tocado fondo, se lanzó a la carrera hacia el camino y siguió corriendo, alucinado, hasta que la calle murió de sopetón frente al boliche donde lo esperaban los otros muchachos del pueblo, que supieron entonces por referencias de el, de Abel, lo que el mismo había visto: la figura de una mujer, desorbitada en su estatura, vestida de blanco, con el renegrido pelo hamacándose al viento y una luz singular contorneando el perfil de su cuerpo.
Al otro día todo el pueblo supo aquello que los muchachos conocieron esa noche –el coraje, el Abel, le había durado un momento, pero el cuento del coraje toda la vida-, pero nadie, ni los muchachos ni la gente del lugar alcanzaron lo otro, lo que solo sabía el Luigi, que desde hacia unos meses en el castillo ya no estaba solo porque con el había una mujer.
La trajo de un rancho cercano al rincón donde tenía su ganado. El Luigi la había mirado una vez un día, y después varios veces otro día, y después le dijo: “Juana, te venís conmigo”. La muchacha sabía que alguna vez tenía que irse de allí, porque el rancho era chico y los hermanos muchos, y además, el destino de una mujer es ese, seguir a un hombre. Por todo eso le dijo que si. Después, cuando supo que el lugar donde vivía el Luigi no era un rancho, sino “una casa de material y todo” como se repitió más de una vez, entendió que había hecho bien en seguirlo. Y más conforme quedó, cuando en los meses siguientes, el hombre le contó la historia del tesoro escondido en un rincón del monte que circundaba la casa, y la incorporó a esa fervorosa tarea de rastrear la espesura en que estaba empeñado y realizaba perseverantemente durante noches y noches, para después desaparecer jornadas enteras, porque se marchaba a la costa, para dar una ojeada a su hacienda, o se iba a dormir (y entonces se entregaba al sueño como quien se abandona a la muerte).
Y fue en una de esas ausencias cuando la Juana vio al Chacho Pedreira. Era un resero que llevaba ganado para Ceibas, y que esa noche, justo cuando ya había amontonado la hacienda, y extendió su poncho en el suelo para dormir un rato, vio filtrándose entre la espesura la claridad de una lámpara. Y de puro curiosa nomás se arrimó, primero saltando los alambrado tirantes y firmes que bordeaban el consorcio y después eludiendo los altos yuyales que inundaban el patio y después empujando la puerta que bajo la presión de su mano crujió con ruido de madera reseca, asustándolo a el, que no sabía porque estaba haciendo aquello, y a la Juana, que miró despavorida la figura alta y mandona, y la cara cuadrada bajo el bigote espeso, y los ojos relucientes como la ristra llena de monedas de plata que apretaba su cintura.
La Juana, esa noche, supo que los hombres afuera, aún conversaban, y no se pasaban los días y los días, como el Luigi, sin decir una sola palabra. Supo también que dos ojos oscuros pueden alborotar la sangre y pesar sobre la propia carne aunque ya no estén presentes y sean solo un recuerdo y una esperanza.
Y lo volvió a ver al Chacho a la semana siguiente, cuando regresó de Ceibas, ya sin el ganado, pero con la misma pinta mandona y fuerte; ella lo llevó hasta un rincón del monte, uno de los tantos por donde trajinaba el pobre lobizón, y allí, miró, juntitos, el brillo de sus ojos y el de las estrellas, porque ambos le caían verticales sobre su propio rostro, casi perdido entre las hojas secas del suelo donde estaba acostada.
Después, porque llegó el otoño con su humedad y sus vientos, y ya el monte, así, no resultaba acogedor, o tal vez, sencillamente, porque de tanto no verlo al Luigi, le perdieron el miedo, se volvieron a encontrar adentro de la casa, sobre la propia cama que era de la Juana y del marido, aunque casi nunca la usaban juntos, porque el Luigi, por las noches, se afanaba en el monte o se marchaba a la costa del Gualeguay, y de día, cuando el descansaba, ella se inventaba trabajos en la casa.
Más adelante, cuando llegaron las lluvias del invierno, y ya casi se habían olvidado de que el Luigi existía, lo vieron venir una noche y detenerse el borde mismo de la cama; y el Luigi fue a desenfundar su cuchillo, y cualquiera hubiera podido prever lo que iba a pasar, lo que acontece casi siempre –el marido que da muerte al que ha usado de su mujer- pero que esa noche no ocurrió, porque mientras el Luigi arrancaba de su vaina el cuchillo, y los ojos del Chacho, indefenso sobre la cama, se iban hacia el rincón donde veía asomar el suyo, inservible entonces entre los pliegues de la bombacha, la Juana se abalanzó sobre el hombre que estaba de pie, y con la cuchilla grande, la que usaba para picar carne y cortar bifes, y a veces, con el Luigi mismo, para carnear ovejas, le dio un golpe y después otro y otro, hasta que advirtió la sangre escurriéndose por los ladrillos del piso.
Esa noche, al pie de un viejo ceibo, con la misma pala que el Luigi utilizaba para escarbar la tierra, hicieron los dos –el Chacho y ella-, un pozo profundo, y después pusieron allí el cuerpo del hombre, que se quedó mirando desde abajo la tierra que había escudriñado durante años desde arriba. Ellos se fueron hacia el castillo. La Juana como quien marcha a su casa, y el hombre, como aceptando ese juego del destino que le entregaba, inesperadamente, una mujer y un lugar, y tal vez algo más: una tarea o una misión. Pero esto ya no lo pensaba el Chacho sino la Juana, y lo pensaba más por lógica que por intuición, porque el Chacho unos momentos antes, cuando, concluido el pozo, estaban por introducir en el al muerto, la había detenido para decirle, apremiante: “mirá primero bien, che, no sea cosa que este aquí el tesoro del contrabandista”.
No se cargaron de ninguna culpa porque no se sintieron culpables: aquello no había sido un asesinato sino una necesidad. En realidad, era como si el móvil o el ideal o el destino de Luigi no quedara interrumpido, sino que simplemente, pasara a otras manos, como si cambiara la cara de los protagonistas y no las circunstancias. Por eso, aunque en el pueblo no se supo nada de lo ocurrido esa noche, la cosa no tuvo mayor importancia, porque todo siguió como hasta entonces, aunque el protagonista no fuera ya el hijo del viejo Conceto sino ese resero vagabundo que por no querer porfiarle al destino había quedado apresado entre los matorrales del castillo.
Por las noches se siguieron viendo luces que se desplazaban entre los árboles, y la sombra de una mujer desconocida cruzo bajo la mirada aturdida de más de un fortuito caminante, y los extraños golpeteos que eco arrastraba durante kilómetros en la serenidad de la noche, poblaron, como siempre, el miedo de los chicos y la superstición de los grandes que se repetían entre el “Caray con el Luigi este, que esta cada día más lobizón”.
Las cosas siguieron lentas y sin altibajos durante meses y meses, como marcha una máquina cuando tiene todas las piezas colocadas donde deben estar. La gente del pueblo continuo siendo eso, gente de pueblo, y el nuevo lobizón repitiendo los gestos que había heredado sin proponérselo, junto con la cama, la hacienda, la Juana y ese oscuro prestigio.
Pero un día la frágil estructura se quebró. Fue cuando llegaron los carnavales. El Chacho, esa noche, inesperadamente, dijo “voy a bajar al pueblo”; tal vez porque sintió removerse su antigua sangre vagabunda, o porque se había cansado de jugar al lobizón, o simplemente, porque lo tentó el ruido de las matracas y el eco de la música que subía de las casas; y la mujer que a veces se preguntaba si el pueblo, que nunca había visto, existía de veras o sería simplemente una pequeña idea que había sido del Luigi y había heredado el Chacho, le dijo “bueno”, y después lo ayudó a disfrazarse, porque, razonaron, porque no podía aparecer allá como el hombre que había sido y ya no era, el Chacho Pedreira, a quien tantos conocían –y por lo mismo comenzarían con las averiguaciones: “Que haces por el pago”, “no llevas más ganado”, “hace pila que no se te ve hermano”-; en cambio, si llegaba como quien era entonces, el Luigi Conceto, nadie diría nada, por a el, al Luigi Conceto, desde siempre lo habían esquivado, con prudencia –no era cosa de desatar sus iras-, pero también con firmeza, porque uno no puede arriesgarse, porque si nomás, con esa gente que tiene tratos extraños.
Cuando la Juana lo vio con las ropas que habían sido del muerto –los pantalones arremangados a media pierna, el saco de cuero, raído por haberse maltratado tanto entre la tierra, el poncho echado sobre el costado de un hombro, el sombrero llenándose de sombras la cara, la barba rubia fabricada Dios sabe como-, cuando lo vio así, por un momento titubeó, como si de pronto se le hiciera realidad eso y solo un sueño fuera lo otro, los meses pasados junto al resero que ya no estaba allí, porque allí solo permanecía el, el Luigi Conceto. Y fue el quién bajo al pueblo, se perdió entre la multitud que llenaba la calle principal, vestida de luces multicolores y serpentinas, y vio como los hombres se cambiaban ramitos con las muchachas, y aprovechaban para acariciarlas mientras le revolvían la cabeza con papel picado, y se aturdió con la música y los ruidos y las risas que parecían silenciarse cuando lo veían pasar a el, el Luigi, por ni aún en esa oportunidad los del pueblo se olvidaban que, aunque parecía un hombre, era un lobizón.
Y mientras el Chacho estuvo allá, en el pueblo, la Juana se quedó en la casona vacía, llena entonces de recuerdos que se iban anudando alrededor de su mente, mientras ella misma parecía como atrapada en un extraño círculo que no la dejaba ver las cosas claramente, o, tal vez, que le permitía vislumbrar lo que hasta entonces no había atisbado, como si la ausencia del Chacho le permitiera, por primera vez, tener la perspectiva de las cosas.
Más tarde, cuando el Chacho apareció en la puerta de la cocina, sonriente, sin la barba, con el propio bigote recuperado y el brillo de sus ojos sobradores, de resero taimado, la Juana lo miró asombrada, como lo había mirado aquella primera noche, hacía ya más de seis años; y fue como si el tiempo se corriera para atrás, y se repitiera aquella escena, paso a paso, si, pero con una variante sutil, porque entonces la Juana hizo lo que debió hacer y no hizo aquella noche: tomó la cuchilla grande, la que utilizaba para picar carne y cortar los bifes y, a veces, con el Luigi, para carnear ovejas, y una vuelta, pero ella sola, para dar sobre la cabeza del Luigi el mismo golpe rápido y certero que repitió entonces sobre el Chacho, una vez y otra vez, hasta que advirtió, como entonces, la sangre escurriéndose entre los ladrillos del piso.
Como quien repite los pasos de una lección ya sabida, la Juana arrastró el cuerpo, y cavó al pie del viejo ceibo, y allí dejó la figura rígida y helada del Chacho Pedreira; pero antes, miró y volvió a mirar los recovecos oscuros de la precaria fosa, no fuera cuestión de que el tesoro de el contrabandista estuviera allí, en el lugar que ya no podría remover porque dos muertos lo custodiaban desde adentro. Y después se fue al castillo, como la otra vez, sin preguntarse si podría ser feliz entonces, con otro muerto ante ella, porque también esa vuelta todo había sido apremio de la necesidad o, tal vez, un sueño dentro de otro sueño.
Tampoco eso fue advertido en el pueblo; pero casi con seguridad, aunque hubieran reparado en eso, la cosa no les habría importado demasiado, porque ellos estaban aferrados a un mito, leyenda o costumbre, que seguía vigente igual, ya que permanecían las luces extrañas en la oscuridad de la noche, y los ruidos incomprensibles, y las figuras insólitas que alimentaban el frágil sortilegio del castillo.


III

Todo esto nadie ni siquiera la imagina en ese pueblo que vive custodiando el encierro de Luigi Concetto. A mi me lo contó, como he dicho, uno de los palitos (los llaman así porque vinieron al mundo, uno detrás de otro, con la misma estampa y los rostros idénticos, y así crecieron parejos. Son siete: siete varones).
Según parece, la Juana, con el correr de los años, se cansó de manejar sola la pala; ya estaba poniéndose vieja y la faena esa de remover la tierra día y noche, s ele iba volviendo pesada. Entonces, para un carnaval, hizo lo que había hecho el Chacho: bajó al pueblo con las ropas, la barba y el aire distante del Luigi.
También ella se deslumbró con las luces de colores, las serpentinas y el papel picado con que los pobres del pueblo olvidaban por unos días la miseria y el aburrimiento de todo un año; por otra parte, también para ella se suspendieron las risas y la algaraza, y la gente se abrió, como dándole paso, mientras las más beatas se hacían disimuladamente la señal de la cruz y alguien que no tuvo miedo, la miró, siguió su vagabundeo, se le cruzó en el camino, hasta que consiguió lo que se había propuesto: conversar con quien creía era el Luigi y supo después que era esa mujer inexistente para los habitantes del pueblo. Era uno de los palitos, el último.
Conversaron durante horas. La Juana lo escuchó a el, el palito final, y el la escuchó a la Juana, la única sobreviviente más que de un lugar, de una misión o encargo o cometido. Al alba se separaron.
Cuando el palito me contó esto, subrayó con frialdad y lucidez, el aspecto tentador que tenía la cosa: el castillo, viejo y todo, era una casa de veras; la hacienda amontonada en la costa del Uruguay, conjeturaba el hombre, se habría reproducido a más no poder; y, sobre todo, estaba en el monte, es decir, el tesoro del contrabandista. Como para disimular el materialismo de todo ese largo razonamiento, el palito agregó:
-Además, esta la necesidad de ser lo que somos… ¿me explico? De estar cada cual con su cada cual…
Pero, con todo su aplomo, el hombre -¿hombre, he dicho?-, parecía no estar seguro, porque antes de irse me dijo:
-Caray que es tentador el asunto… Pero no me decido todavía ¿sabe? Por aquello de que no hay dos sin tres… Aunque, la verdá, ¿Por qué el tercero tendría que ser yo…? Esta también la Juana…
La figura del castillo, más viejo y ladeado que nunca, acaba de pasar, como lo imaginaba, frente a mi, más allá de los alambrados y los vidrios cubiertos de polvo de este destartalado colectivo que me lleva a Gualeguaychú.
Entre las sombras, he visto una sombra. ¿La Juana? ¿El Palito…? ¿Tal vez, simplemente, el Luigi Concetto…?
Junto con el ruido del coche, que marcha a los resoplidos, desde adelante me llega la voz del conductor explicándole a una forastera, con el desgano de quien ha dicho muchas veces lo mismo.
-Si… es el castillo. Hace añares allí esta encerrado el lobizón…






- En este texto el tiempo se ve interrumpido por la presencia de escenas, descripciones de lugares o personas que interfieren en el relato. Busca y ejemplica dos o tres escenas presentes en el texto.
- ¿Quién es el lobizón?
- Cuenta con tus palabras esta historia.




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ANTOLOGÍA


MARÍA ESTHER DE MIGUEL

LA CRECIENTE



-Y ENTONCES EL AGUA comenzó a subir…
Le contaría como había sido. Un agua mansa, tranquila. Un agua amiga que parecía haberse levantado despacito desde el fondo del río, como poniéndose en puntas de pie para saber que pasaba encima de la barranca alta y cerrada. O tal vez un agua coqueta, que había querido acercar su espejo para que las cosas de la ribera se miraran en ella, como las mujeres acercaban su rostro para que los hombres querendones se vean en el fondo de los ojos. Claro que nadie puedo haberlo hecho porque, mansita y todo, ya no era transparente como cuando estaba en lo hondo del río, sino que se había vuelto turbia, “como se vuelven turbios los ojos de las muchachas curiosas” se dijo.
Pero, con todo, había sido lindo verla así, desperezándose en el fondo del barrancón oscuro, levantándose de a poquito hasta asomarse a la orilla primero, y avanzando después hasta abrazar los troncos altos de los álamos jóvenes y las copas de los ceibos viejos; y después seguir adelante, adelante, acariciando los pastos verdes que estaban cerca de la costa, y los matorrales de menta y lucera que ya no estaban tan cerca; y después arrimarse hasta los postes del viejo gallinero de don Tobías y comenzar a taparlos despacito, sin apuro, y sin apuro subir la cuchillita de tierra parda y llegar hasta el patio apisonado del rancho de Juan y cubrirlo en seguida y meterse por la puerta abierta de la cocina y seguir adelante, como buscando otras cosas… Le contaría como había sido lindo verla avanzar así, tan segura, tan tranquila. Y como había sido de entretenido, además. Se pasaban las horas mateando y mateando, mirando y mirando, casi sin hablar, mientras se oían aquí y allá los comentarios y las apuestas.
-De seguro que llega hasta el barrancón alto…
-Y… tal vez nomás. El año pasado llegó.
-Pero se me hace que este año va dir más lejos entoavía.
-Doña Braulia tendrá que salir de su ranchada…
-Mejor, cumpa, así se le ahugan todas las pulgas flacas que tiene.
Claro que había sido entretenido… Porque, además, habían llegado los troperos arriando el ganado de los campos bajos; y la gente del bañado grande, con sus críos y sus pilchas y sus gritos… Fue una verdadera romería, casi tan entretenida como aquella de la ciudad donde un día la había llevado el Sánchez. Lástima que estuvo sola. El Sánchez se había ido con una tropilla hasta Médanos, disparándole a la creciente “por las dudas repuntase hasta ese albardón”, y la había dejado a ella en el rancho con los perros y las ovejas y la lechera y un “Usté no se mueva de aquí ni se me asuste, que esto es muy seguro…”
Pero ella no había tenido miedo. ¡Tantas crecientes habían venido y se habían ido desde que estaba en esa isla!... Además, tenía a los compadres de la ranchada vecina.
-Si se le moja el colchón me avisa, ña Ciriaca, que yo tengo uno de chalas, calentito, donde, apretados, dentramos los dos –le había dicho el Zoilo. Y la mujer había agregado:
-Los tres dirá, viejo sotreta… No se afloja comadre, que este viejo es pura pinta y nada más…
Los vecinos eran buenos, pero ¡la pucha!, el agua no les dio tiempo. Hasta el colchón de chalas se les mojó muy prontito.
-Porque ¿sabes?, el agua siguió creciendo nomás, pero ya no era mansa…
Apretada sobre las pajas empapadas del techo, la Ciriaca seguía ensayando lo que le diría después al Sánchez; después, cuando ya estuviera de nuevo allí abajo, en la cocina de adobe y paja, dele mate y mate, lidiando, ¿cuándo no? Con las biznagas húmedas que por más resoplidos que uno de no quieren nunca acabar de prenderse del todo y solo saben largar humo hasta dejar los ojos como dos lagunones desbordados.
Le seguiría contando, entonces:
-El agua creció, nomás. Y se puso brava. Al segundo día llegó hasta el barrancón alto; y siguió adelante. Desde el cuarenta y siete que esto no pasaba, ¿te acordás?
Sabía que su viejo pondría cara de que todo eso no le importaba mucho que digamos, y que tal vez la interrumpiría con un “¡bah! … Inundaciones bravas fueron las de las Lechiguanas, allá por el cinco… “, pero que, con todo, la escucharía atento, endurecida la cara arrugada, “achucharrada como carne e´charqui”, y los ojitos negros, achicados por el humo espeso, mirándola sin mirarla, y la mano silenciosa llevando y trayendo el mate grande y brilloso por tantos años de manoseo constante, con su bombilla, tan gastada la pobre, pero de plata. ¡Si señor!, de plata, de plata del Perú, como le había dicho hacía como veinte años, cuando se la vendió, el viejo Tufic, aquel turco zorro que todos los años aparecía en el pago con su cargamento de peines, botones, collares y mil chucherías que desbordaban de sus canastas hinchadas hinchadas como vejigas llenas, pero que en un verano no apareció, y que después no apareció del todo, porque, como le dijeron más adelante, lo habían encontrado a punto de reventar a el también, igualito a sus canastas, con el vientre hinchado y tirante como el tiento de un tambor, abandonado en aquellos pajonales donde tuvo la desgracia de toparse con una yarará.
-Peor esta vez jue grande, te digo… Llegó hasta la altura de doña Flora.
Y entonces el Sánchez no podía responderle nada, ni llevarle la contra, porque ella sabía que nunca había llegado el agua hasta lo de doña Flora. Lo recordaba bien porque la creciente más grande que vieron juntos fue la del cuarenta y siete, y ese año ella andaba en los tramites del casorio y la Flora, que además de ser medio curandera entendía de religión, le explicaba el catecismo como le había indicado el Padre Juan, aquel cura alemán, coloradote y alegre, a quien se le había puesto entre ceja y ceja que con tantos años de estar juntos ella y el Sánchez, y tener ya cinco hijos, era un pecado que no se casaran como Dios y las leyes mandaban. Y se había salido con la suya el cura, aunque mucha gracia el asunto no les había hecho a ninguno de los dos. Porque ¡mire que ocurrencia querer casarlos cuando ya eran tan viejos! Si daba vergüenza y todo… Noches y noches se pasó pensando lo que se diría en el pago, en el boliche sobre todo:
“-A ver, amigo, una ginebrita a la salu de la novia… porque achucharrada como pasa de uva, la Ciriaca como novia, es novia, si vamos al caso…”
Y además de vergüenza, miedo. Si, miedo. Porque mire que justito entonces cuando los hijos estaban ya grandes, y ellos a punto de quedarse otra vez solos porque el Ñato, el único que estaba aún en la casa, se iba para Zarate, justito entonces, ¿quien les aseguraba que el casamiento no les iba a traer líos, como a aquellos parientes suyos que, según le contara su madre, vivieron juntos cuarenta y dos años, y justo a la semana de haberles dado el cura la bendición, vino un día el marido y encontró que la mujer no había hecho aún el puchero, y le gritó como siempre le gritaba, y a lo mejor hasta la zarandeó un poco, como tal vez lo hacía también siempre –aunque no se acordaba si así se lo había contado su madre-, y ella le dijo: “No me grites que no soy su sirvienta”; y el “¿que es usted entonces si puede saberse?”, y ella “soy su esposa”; y el “¿esposa? Yo te vía dar esposa…” y le dio una tunda como seguramente se la daba siempre, pero como, con toda seguridad, no se la volvió a dar, porque la mujer comenzó a hacer un atado con sus cosas y a repartirse las otras. “Y esto es mío… y esto es tuyo…”, y con su atadito al hombro se fue a la tranquera y después al camino y después a la casa del hijo; y el viejo se quedó solo, solo después de cuarenta y dos años de estar acompañado, solo definitivamente, porque de allí se marchó al boliche y tomó tanta caña para “ahugar las penas” que se quedó seco de un ataque.
Como para no tener miedo con todas las cosas que se oyen. Porque ese rancho y ese hombre era lo único que tenía, y no quería perderlo por una bendición del cura que, claro, ella sabía que no le vendría mal porque nunca vienen mal las cosas de los santos o de las ánimas benditas, sobre todo si uno es viejo; pero, al fin de cuentas, se habían pasado ya tantos años sin ella que bien podían ir tirando unos añitos más, los que faltaban para llegar al camposanto.
Pero aflojaron nomás.
-Y, con los curas no se puede –había dicho el Sánchez-. Son buenos… y a lo mejor tienen razón…
Se casaron entonces. Y les fue bien. No se pelearon más de lo que acostumbraban; no les había faltado para la yerba fresca y la galleta dura y el cigarro áspero que fumaba el Sánchez y que a veces pitaba también ella, para entretener las horas.
-Si tuviera ahora alguno, bien que me vendría pa´acortar la espera hasta que el agua baje. O hasta que llegue el Sánchez…
Se dijo esto en voz alta, y sintió que las palabras salían de su garganta mojada, y que echaban a rodar por las pajas mojadas… Claro, quien sabe si no hubiera sido mejor haberse ido con sus compadres.
-Vamos, ña Ciriaca. Esta vez es bravo –le había dicho el Zoilo.
Pero ella, desde arriba de la mesa en que se había arrinconado, le contestó:
-No, compadre… Ya va a bajar. El rancho es alto y aguantador. A más que no puedo dirme sin que el Sánchez sepa pa donde me voy. Ahurita nomás ahí ha de llegar el y esperamos juntos. O nos marchamos juntos, pues…
Se lo habían dicho también los de la Subprefectura cuando pasaron en la lancha grande, juntando gente, y se asomaron por el hueco chiquito que dejaba el agua en la puerta que había sido grande, y la vieron no ya arriba de la mesa, sino de la silla de paja puesta sobre la mesa:
-Vamos doña, que esto va a subir más…
-Y no don… quien le dice que no pare nomás. Yo espero un poquito. Es cuestión de tener paciencia… Total, siempre hay tiempo para salir, y el Sánchez ya a de estar al llegar…
-No sea cabeza dura, vieja…
Y así un rato; ellos que si y ella que no. Hasta que se fueron. Mejor, porque ellos no tenían tiempo para perder y ella no tenía ganas de discutir. Sintió que al marchar se decían:
-Déjala. Es una vieja medio loca. La humedá se le subió a la azotea… vamos a aquel rancho que tiene un montón de chicos…
-Será lindo morir ahogado ¿no? Porque, mire que no querer dejar esas cuatro paredes locas… ¡Si parece mentira!
Ella había alcanzado a escuchar todo eso. Pero no dijo nada. ¡Que sabían esos muchachitos que era un rancho armado de a poquito, durante años y años! La cama grande, de fierro, con el elástico aflojado de tanto usarla, es cierto, pero que hasta por eso parecía más linda; y el colchón de lana que justito ese invierno había removido con la máquina que le prestaron en la estancia El Rodeo; y las ollas abolladas de tanto ir y venir; y las gallinas que había amontonado arriba de los cajones hasta que las pobres no dieron más; y la lechera que largó para el otro médano a ver si se salvaba la pobre…
Eso era el rancho. Que sabían de el los muchachitos aporteñados. Como para dejarlo así nomás, por una crecida que, brava y todo, no podía tardar en bajar. Hacia añares que estaba allí… Añares ¿Cuántos? Ya ni se acordaba. Solo se acuerda que cuando llegó tenía las trenzas renegridas apretando su cara joven, y que ahora el pelo blanco caía sobre sus arrugas hondas… Hacía muchos años. Había caído al pago por casualidad nomás. Ella era correntina. Iba a Buenos Aires a colocarse en una fonda o algo así, que ya ni se acordaba bien, cuando en el viaje lo conoció al Nicasio Sánchez. El viaje fue largo, y ellos conversaron bastante y estuvieron siempre juntos. Cuando llegaron a Ibicuy, la Ciriaca se bajo y se quedó en la costa, tiesa, con sus paquetes a un lado, mirando el tren largo y cargado de gente que lentamente subía al “ferry” con que atravesaría el Paraná hasta Zarate. Le hubiera gustado ver como era eso de que la balsa lo llevara a uno con tren y todo; además le habían contado que en el “ferry” se armaban guitarreadas y se tomaba mate y cerveza, y hasta a veces se bailaba. Le hubiera gustado ver y estar en todo eso: pero más le gustaba el Nicasio Sánchez, y el Nicasio Sánchez vivía allí, en Ibicuy. Por eso se quedó.
Y después que el tren se fue con su gente y con sus ruidos, ellos empezaron a caminar despacito hasta el rancho que el Sánchez tenía en un médano alejado. Iban callados, sin hablar, sin saber que decirse; ella con su atado de ropas y el con su poncho al hombro, por la huella arenosa y áspera, iban caminando, caminando nomás. El Sánchez pensando en quien sabe en que y ella pensando en que tal vez no debía haberse quedado, en que tal vez hubiera estado mejor a estas horas arriba del “ferry”, tomando cerveza y escuchando el bandoneón, y no al lado de ese hombre silencioso que no decía nada, que no hacía nada… Iban caminando nomás. Pero, de pronto, justito cuando estaba arrepintiéndose del todo por haberse quedado allí, el Nicasio Sánchez dejó de caminar, y le quitó el atado de ropas, y ella pensó “Que suerte, me lo va a llevar”; pero el Nicasio Sánchez no se lo llevó, sino que lo dejo en el suelo, y en cambio la agarró a ella, y la tumbó detrás de un médano bajito, sobre la arena áspera que no sintió dentro de sus alpargatas nuevas cosquillándoles los pies, sino dura y caliente debajo de sus espaldas fuertes de muchacha joven… y después se levantaron, y ella sacudió la arena que había quedado prendida en su blusa de percal, y se rió un poco, colorada y nerviosa, y siguieron caminando, caminando debajo de las estrellas, pero ya no en silencio, sino dele que dele a la conversación y con el corazón bailoteando. “Fue el día que más habló el Sánchez”, se decía aún ahora… y a los doce meses, el Nicasio Sánchez la subió a un caballo primero y a una canoa después y la llevó a la isla. Y allí levantaron el rancho con paja brava y barro, y criaron los hijos, las ovejas, y las gallinas y las nutrias. ¿Cuántos años así? ¡Vaya a saber! El tiempo pasa y ella había perdido la cuenta. Peor fueron añares. Y añares no pueden dejarse de golpe, por un poco de agua nomás…
-A más que ya va a bajar. Nunca ha durado tanto. Hay que tener paciencia, pues el Sánchez hai de estar al llegar, y hai de encontrarme, sino que va a decir…
El Sánchez sabía que siempre la encontraba. Siempre. Una sola vez no la encontró. El se había ido con una tropilla grande, como ahora, y también entonces los había separado la creciente. A el lo agarró en Gualeguay, a ella en el rancho. Fue larga la espera. Un día y otro día. Ya estaba aburrida de estar sola, lidiando con dos gurises que entonces tenían, sin poder con ellos, porque, claro, cuando el padre no esta, los críos hacen lo que quieren, y a estos dos se les habían dado por andar todo el día fuera, entre los pajonales. Y entonces, un día, llegó el resero aquel. Hasta del nombre se había olvidado. Se acercó al rancho en que ella estaba, cuando no, dale que dale con las biznagas húmedas, en la cocina del techo bajo, llenas de sombras ya porque era el atardecer.
-Guenas, doña…
-Guenas…
-¿Mateando?
-¡Ajá!
-No habrá un amargo para un forastero con se…
-Si el agua se calienta…
Y el forastero que la ayuda a encender el fuego, y a retirar la pava renegrida y caliente, y que recibe de sus manos un mate y otro mate, un día y otro día… Y en la oscuridad de la cocina, al atardecer, los ojos del hombre que cada día brillan más, y la mano que cada vez tarda más en recibir y entregar el mate; y la voz dura y tierna que una noche le dice: “Esta noche vengo”. Y ella: “No, ´tan los gurises”. Y el que ordena, como ordenan los machos: “Te espero ajuera, entonces, junto a la laguna”. Y esa noche, cuando regresaba de la laguna, con la ropa húmeda y el pelo revuelto y el aliento cortado, el la cocina oscura el punto luminoso del cigarro del Sánchez. Y su voz ronca, y su ademán duro y brusco que la tira al suelo y le pega una y otra vez, con la mano, con el rebenque, con el cinto llenito de tintineantes monedas de plata, y le dice también una y otra vez: “Pa´ que aprendas a estar donde el Nicasio Sánchez te deja…”
Todavía ahora recuerda aquella noche, la única noche que el Nicasio Sánchez no la encontró en el rancho… Porque desde entonces, siempre la halló, aguardándolo. Una vez el Nicasio Sánchez no dio con su hija, que se había escapado con un pajuerano; otra vez no halló la majada, que se la había llevado un desalmado que robaba hacienda a los pobres; otra vez no se topó con el álamo alto en que se recostaba el rancho, porque lo había partido en dos un rayo endemoniado. Pero a ella siempre la encontró. Y la encontraría mientras el rancho estuviera firme sobre sus horcones y su paja brava amasada con barro. Por eso debía hallarla también ahora con creciente y todo…
Ella sabía, claro, que en cuanto las aguas siguieran subiendo un poco, el rancho ya no iba a aguantar más. Si hasta le parecía oír el chasquido del barro y de la paja brava cayendo al agua, y sentir el vaivén lento del techo en que estaba acurrucada…
-Capaz que hai de estar al caerse nomás… Y gueno; Dios sabe lo que hace… La cuestión es que cuando venga el Sánchez sepa que si yo no aguante fue porque tampoco el rancho pudo aguantar más…









MARÍA ESTHER DE MIGUEL

DONDE NUNCA PASA NADA



—Qué pueblo de mala muerte.
—Uf... Aquí sí que nunca ha de pasar nada.
Primero el gesto aburridísimo de ella, rubricando sus palabras, y después el de él, y un idéntico ademán desdeñoso ante el espectáculo de las magras casas amontonadas junto a la estación, casi sepultadas cutre el polvo que se derrama de las calles angostas, y queda danzando en el aire, como si testificara el inequívoco abandono del pueblo. Y ellos dos, detrás de la hermética ventanilla, usufructuando esa suerte de dignidad que les confiere el coche pullman del tren.
—Tenes razón: aquí nunca ha de pasar nada —repite él.
—Qué opio, por Dios —insiste ella.


I

Estaba al lado del mostrador, con su copa de caña delante, arrebujado en un rincón del almacén. Por la puerta entreabierta, percibió la larga sombra del tren que llegaba a la estación; y después vio otra sombra, la de él, corta y cuadrada, levantando los caireles de la cortina que atemperaba la luz; mirando. Mejor dicho, buscando. Y antes de que el otro lo descubriera, él, Pancho Galíndez, tuvo tiempo de pensar en la fugacidad de las cosas, en el paso del tiempo que, leve y tenaz, cava arrugas en la cara, borra la pasión del corazón del hombre, pero es incapaz de anular su culpa. Tuvo tiempo de pensar, además, que ya era hora de enfrentar las cosas, de pagar —porque siempre supo que algún día debería pagar—, y que era oportuno ese momento, cuando ya habían pasado más de veinte años, la Rosa era un recuerdo y un montón de huesos en el camposanto, y él estiraba ese resto de vida, porque sí nomás. Tuvo tiempo de pensar todo eso. Después, retiró la copa ya vacía y, lentamente, como varón que era, enfrentó el destino que le venía bajo la torva mirada de un hombre y la mano entretenida en la cintura.
Luego fueron dos formas confusas, un grito, la cercana pitada del tren.


II

El padre Roberto tiene 27 años, la sotana manchada, las manos no muy limpias. Durante la tarde, jugó con los chicos al fútbol, dijo la palabra de Dios en el catecismo, sembró su sonrisa. Ahora está solo, con el rostro grave y un libro entre las manos. Hasta el último banco de la pequeña iglesia, llega el rumor del tren que se acerca desde la capital, la algazara de los pibes que siguen afuera, jugando. Pero el padre Roberto no escucha nada de eso; está atento a las palabras del breviario con las que vanamente solicita la presencia de Dios ("Domine, aperi labis meis…”) porque otras imágenes se suceden, turbadoras e insistentes, en su mente de muchachote sano, que ayer recibió la visita de un amigo de la infancia, que vino con su mujer, y el bebe pequeño, con su cara de ángel, y ese olor a talco y a limpio, y carne inocente; ese mismo que entonces siente subir desde las manoseadas hojas del breviario, trepar por las paredes de la fría capilla, cubrir el rostro de yeso de la Virgen que desde arriba lo mira con ojos de vidrio y sonrisa de esmalte, mientras su propia avalancha interior desborda en esa lágrima con que llora, lentamente, un reino perdido... "Señor, ten piedad de mí... "
A lo lejos, se oye el tren, que parte.


III

Isabel López abre los ojos en la penumbra de la sala, reconoce la blancura
de la cama, su mano morena, abandonada como cosa inservible, los rayos leves que entran por la ventana entrecerrada, el lejano runrunear de un tren.
Ya no está el médico, ya no está la enfermera; tampoco el dolor. Sólo ese bulto palpitante, hacia el que extiende la mano, tímidamente. Entonces, Isabel López, la mujer seducida y abandonada, se entrega a las lágrimas, a la dulzura de esa piel de niño, a la seguridad de que ya nunca más estará sola.
El pito del tren que parte acompaña su esperanza.

Los estremece el arrancón del tren, que se va. El saca su paquete de Chesterfield, pero enciende primero el Kent americano que ella ya tiene pronto, y luego el suyo, y se sonríen educadamente, porque la sociedad ha hecho de eso —de la educación—, un principio moral; y después se arrellanan estupendamente organizados para estar confortables, en sus asientos, similares a aquellos donde ya están apoltronados sesenta de los ochocientos pasajeros que se hacinan en el resto del tren. Y entonces, desde la ventanilla hermética, que no permite ninguna clase de contaminación con lo que está afuera, miran por última vez el pueblo, pequeño, chato, polvoriento, tirado como un estropajo en medio del campo que avanza, y todo lo cubre, y ya borra el pequeño contorno de las casas abandonadas como cosas que no valen gran cosa. Y uno dice lo que el otro repite, asintiendo:
—¡Qué opio!, ¿no?
—Sí, qué opio... Lo que te decía: aquí sí que nunca pasa nada.

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